La presencia perturbadora del tú
Ensayos sobre finitud y alteridad
Se llamaba Carlos Adolfo Menéndez Samará, pero el “Carlos” nunca le gustó (nunca firmó un solo artículo con ese “Carlos”). Medía 1.80. Tenía una voz poderosa de barítono, unas manos y un rostro alargados, como de personaje del Greco. Para sus alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria (ENP) representaba el súmmum de la distinción, una suerte de hombre olímpico que poseía el “néctar del conocimiento”.
Adolfo Menéndez Samará tenía dos vicios y dos preocupaciones. Sus vicios eran el cigarro y algo que él denominaba el “afán de saber”. Sus preocupaciones eran Dios y el prójimo. Es decir, el Otro con mayúscula y el otro con minúscula. El misterio de la divinidad y el misterio no menos insondable de la colectividad.
El doctor Menéndez Samará había hecho suya la oración de David Holm, el héroe de “El carretero de la muerte”: “¡Señor, Dios! ¡Permitid a mi alma llegar a su madurez antes de ser segada!” Se recitaba esta súplica a sí mismo con fervorosa insistencia.