La cruz de mi parroquia
M i madre usaba blusas blancas, de lino o algodón, de encaje o deshiladas. Las portaba como armadura; como una barrera impecable, planchada y almidonada, que se interponía a mis abrazos contagiados del germen de la niñez. Sin importar el clima de Monterrey, generalmente caluroso y húmedo, las mangas eran largas y el cuello cerrado, con falda siempre oscura hasta debajo de la rodilla y medias blancas, gruesas y opacas, como un uniforme sustituto del que usaba en el internado del colegio de monjas del Sagrado Corazón de Jesús, que se quitó apenas para casarse.