La muerte de un ciervo de ciudad
La muerte de un ciervo de ciudad no es solo un libro: es una herida abierta, un album emocional, un cuerpo escrito que se sacude entre la ternura y la devastación. La autora escribe desde el temblor, desde el colapso, desde el silencio que deja la ansiedad cuando no puede ya fingirse calma. Su voz no pide permiso, pero tampoco busca impresionar: lo que hace es otra cosa, más valiente, más rara, más honda. Nos deja entrar a un lenguaje que respira con dificultad, que se deshace mientras habla, que se hace fuerte desde la fragilidad.
El ciervo —esa figura que atraviesa el libro como símbolo y alter ego— aparece una y otra vez: confundido, asustado, enamorado, dolido, astillado, convertido en perro, arrastrándose por pasillos de oficinas, rompiéndose en silencio mientras sonríe. El ciervo no muere de un disparo, sino del sistema que exige productividad mientras el alma tiembla, del amor no correspondido, de la hiperexigencia, de la tristeza cronificada.
Pero no es solo la historia del dolor. Es, también, la de una salida. Una salida mínima, imperfecta, que no promete reden-ción, pero sí pausa. Un espacio en el que respirar no duela.
La escritura de estos versos es brutalmente honesta. Cada línea está cargada de vértigo, de autoobservación radical, de humor oscuro, de belleza hecha de restos. Quien lea este libro no encontrará moralejas ni soluciones, pero sí un espejo que vibra, porque este no es un libro sobre cómo sanar; es un libro sobre todo lo que nos pasa antes de atrevernos a desear estar bien. Y eso, en tiempos como estos, es un acto de resistencia.