Elogio de la escalera
El elogio de la escalera también es uno a la ciudad, al cuerpo, a la memoria y al deseo. La escalera, podríamos decir, es sinónimo de Zacatecas: ciudad-escalera, ciudad-cerro, ciudad-ruina, ciudad-trayectos-verticales que desafían la linealidad del mapa y la narración. Caminar una ciudad es trazar una cartografía íntima del habitar, donde cada peldaño de cantera es un umbral entre el pasado y el presente, entre lo alto y lo hondo, entre lo perdido y lo que insiste en permanecer. Caminar, si se hace bien, se puede configurar como una especie de escritura viva, de lectura perpetua.
Zacatecas es un espacio literario por excelencia, un cuerpo viviente y espectral que exige ser recorrido a pie y con palabras. Aquí, las calles no se transitan: se interpretan. Las escaleras no se suben: se habitan. La ciudad emerge como un texto sin conclusión, escrito por quienes la caminan y la sueñan, y cuya arquitectura se entrelaza con las raíces del lenguaje, la historia personal y las formas fantasmales del deseo, como quien sigue las líneas de un mapa: buscando en ellas la genealogía de sí misma, el eco de quienes la precedieron y la forma en que un territorio construye también a quien lo habita.
Desde el filo de lo hauntológico hasta las huellas de la infancia, este ensayo es también un manifiesto de pertenencia. En tiempos donde la nostalgia puede paralizar, la escalera propone el movimiento como forma de sentido. Subir, caer, recordar, imaginar: todo se enlaza en este elogio hondo y vital de una ciudad que, al ser escrita, se transforma en posibilidad literaria y en espejo de la maravilla que cargamos dentro, pepita dorada.