Crítica del juicio
Este libro es una preparación para la vida en soledad; o, más exactamente, su justificación razonada y, a la vez, pasional. Sin embargo, en medio de su aciago ascetismo anida también una piedad sin falsa bonhomía, una piedad que se expresa en voz alta y a menudo airadamente, pero que no deja de ser piedad. Huyendo de la humanidad, Quignard se pone sin embargo a leerla, y a escribir sin pausa sobre ella. Lee a todos los autores que puede, de manera crítica, sí —a veces exasperada—, pero jamás de mala fe. Porque leer es para él «asentir, con cierta angustia, totalmente, a otro sentir». He aquí su única confianza en el destino humano. «Ya nada juzgo», dice, porque en cada juicio se afirma la fidelidad al grupo, al consenso y al status quo; porque detrás de cada juicio se esconde una sentencia de muerte.
Se entiende así que este libro, cuyo título repite uno de Kant, sea lo contrario de la filosofía de Kant. Y no sólo en cuanto actitud. Aquí, como en la lengua griega de los evangelios, «crítica del juicio significa crítica de la crítica». A tal grado que Quignard declara: «Ya no hay punto de vista en mi visión». Esto acaso dé cuenta de por qué este libro está compuesto de reflexiones sueltas, aunque no inconexas, y de por qué en 1994 Quignard renunció no sólo a la prestigiosa editorial Gallimard sino, en general, a todo lo que implicara juzgar o participar en una institución. Quignard deja de juzgar para dedicarse a pensar, a escribir, a crear. Ésta es su soledad. Ésta es su libertad. Acaso la única posible.