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Reseña

En el siglo XIX, México era mayoritariamente rural. Según el censo de 1910, 7 de cada 10 personas residían en el campo. Hasta bien entrado el siglo XX, los mexicanos habitarían más las ciudades que los distritos rurales. Gran parte de la población nacía y moría en pequeñas comunidades indígenas y pueblos de no más de 500 habitantes que, según la compleja historia y la enorme diversidad de las regiones naturales de nuestro país, tenían ocupaciones muy variadas. Había poblaciones de campesinos, leñadores, fabricantes de carbón —que era con lo que guisaban y calentaban las casas—, ganaderos, pescadores, artesanos de madera, paja, cobre, trabajadores mineros o quienes laboraban en fábricas modernas que se instalaban dentro o cerca de las haciendas como las de azúcar y aguardiente en Morelos. Otros trabajaban, incluso vivían, dentro de grandes propiedades llamadas “haciendas”, o bien, en ranchos y rancherías.
Ese México naciente era aún un país poco integrado. Además de lo poco poblado y comunicado entre sus grandes regiones, separadas por abruptas serranías, selvas o desiertos, pocos ríos navegables y otros muy broncos en tiempos de lluvia, estaba la distancia cultural provocada por lenguas y costumbres locales muy diferentes, sobre todo, por una herencia colonial que había institucionalizado la diferencia de fondo entre indios, por un lado, con sus propias “repúblicas”, y españoles y criollos, por la otra, con una compleja variedad de castas. Los contrastes en geografía, población, diversidad étnica e historia provocaron profundas diferencias entre sus regiones norte, centro y sur-sureste que, en parte, aún están presentes en México.

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