El olvidado asombro de estar vivos
Algunas voces en el encierro
Cada poeta es un logonauta que por medio de la palabra y el silencio circunda y descubre archipiélagos de islas que oscilan entre la permanencia y la fugacidad, en intentos de esquivar las dentelladas del olvido. En esa tarea el poeta lleva su cuaderno de bitácora para compartir lo vivido y lo soñado, para reforzar la memoria que el mundo necesita para ser, rota por las esquirlas del obús del tiempo y de la cotidianidad artera.
La vida como un éxodo. Al nacer comenzamos a caminar, a morir, como sentenció nuestro señor Jorge Manrique. Como compañero de viaje requerimos de algún interlocutor que reciba el mensaje peregrino, para que llegue a buen puerto y alcance su sentido.
Con el sextante el aeda escudriña el cielo y el horizonte para no desviarse demasiado de la ruta propuesta y exponerse a un retorno incierto, nuevo Ulises. Desde la lejanía es asiduo interrogante de la Osa, de Andrómeda, de las Pléyades de todo lo que le sirva de faro o rosa de los vientos, y así fundar y cimentar el poema. Así podrá unir cielo y tierra y plantar una gramática celeste incluso con sus ocasionales trans-versos, que devuelvan la fe en la palabra. Entonces se dibujará en el mapamundi la razón del viaje: buscar libertad, belleza y verdad, hermanas a veces consonantes o en otras, disonantes. Ocasionalmente dirige los ojos hacia Dios, a la divinidad inescrutable, para que además de escuchar su petición, envíe el amor, que tonifique el impulso de vivir, de continuar.