Animales blancos
Cada marzo, para las fiestas, regresan los que se fueron a trabajar “del otro lado”. Es decir, casi todos. Y cada año, sin falta, durante las celebraciones, mueren al menos tres personas en San José. Por eso, incluso hoy, sus habitantes se cuidan de las serpientes, del río y de los encapuchados que rondan en camionetas.
El reloj de la torre del templo no tiene manecillas: están en reparación.
Pero esta no es una novela costumbrista, aunque todo parezca señalarlo. Aunque su autor haya partido de recuerdos para escribirla: crecer allí, ordeñar vacas cada mañana antes de ir a la escuela, escapar del seminario, marcharse como los demás.
Esta tampoco es una novela de realismo mágico sino una novela.
Alejandro, uno de los protagonistas, se encuentra con animales blancos en momentos extraños de su vida. José María, en cambio, poco a poco se está convirtiendo en uno, arrastrado por su relación secreta con un obispo y por el pasado que le trazó el camino a San José.
Y otra vez llega marzo. «Al final del invierno, la sequedad se transpira. La tierra se alimenta de sus hijos, necesita fuerza para reverdecer en el estiaje».