Borrosa imago mundi
Borrosa imago mundi
Al hablar de cómo escribió El cementerio marino, Paul Valéry dijo que había llegado a él como una música que poco a poco fue adquiriendo forma en la palabra. Su descripción es preciosa y precisa. No únicamente porque en El cementerio marino, como en todo gran poema, hay un vínculo indisoluble y casi perfecto entre música y palabra, sino porque recuerda que la música es nuestra experiencia inicial con el lenguaje. El primer contacto del niño, el infante (“sin palabra”, es su sentido etimológico) con la lengua, no es con sus significados, sino con su musicalidad. Conforme el niño se adueña de ella se va apropiando también de sus múltiples y profundos sentidos, y con ellos de los misterios del mundo. He recordado las palabras de Valéry y su relación con el aprendizaje primero de la lengua porque ambas encierran el espíritu –habría que decir mejor la imago mundi– que habita en la vastísima obra de Pura López Colomé. Como toda niña, Pura experimentó el vínculo entre música y palabra; a diferencia de la mayoría que al crecer reduce el lenguaje a un mero instrumento comunicativo, no lo olvidó. Bajo el régimen de la intuición –un saber oscuro, como la define Jacques Maritain– esa relación se volvió en ella el anverso y el reverso de su ser. Lo comprendió cuando a los 11 años, a raíz de la muerte de su madre, su padre la envió a un internado benedictino. Allí, el encuentro de aquella experiencia, que no sabía cómo nombrar ni vivir, con la Liturgia de las Horas, el canto gregoriano y el espacio bibliotópico del universo benedictino, la hizo comprender que el mundo no sólo está hecho de música y palabras, sino que ambas, que guardan el sentido, están expresadas en la poesía, la forma más acabada de la oración.