La enfermedad séxtuple
Se le ha pedido a la memoria que hable. Tanto se le ha pedido y se le sigue exigiendo, se la aprieta como a una fruta dulce y resignada. Vamos, rezuma, memoria. Sangra. Romina Wainberg escribe La enfermedad séxtuple, memoria-ensayo que canta la fascinación y el horror de ese cuerpo que padece. Es esa sexta enfermedad y las cinco previas; son las heridas de la juventud y también los hombres bellos y soberbios, egoístas, que desean y vampirizan; son los médicos y sus protocolos sin metáforas; son los escritores que se citan sin nombre; es la mámele hablando fuerte para que su voz cruce montañas y mares para llegar a salvo a la hija herida. Es Rosina misma –Romina, escribe, Rosina, protagoniza–, a veces, el ave que hurga en su propia carne, buscando con el pico afilado, impiadoso, ¡prodigioso! de su escritura el nido a donde se acurruca Mnemósine, la diosa griega que encarna los secretos de la belleza y el conocimiento. No se revela nada de la trama de esta memoria-ensayo, de este peregrinar por el cuerpo sufriente, si se dice: lo logra. Romina Wainberg tiene uno, no,
no uno, muchos dones. El de la brillantez filosa y amable; el de la sensibilidad generosa que permite entrar sin asepsia en su páramo clínico, doloroso, extremadamente lúcido y hasta jovial en su crudeza. Romina tiene el don de una inteligencia que es un grano de arena junto a otro grano de arena y así, hasta el infinito, hasta que cubre lo que vemos y se extiende, más allá. La enfermedad séxtuple es una irreverencia, una zancadilla punk y luminosa a aquello que, hasta ahora, debemos haber leído como memorias sobre el cuerpo y el amor y el dolor.