Reseña

Cuando los seres queridos se van, siempre viene a la mente su tono de voz, esas voces que nos hacen recordar que todo, en principio, es ritmo, y nos recuerdan también que quizá la labor primordial del poeta es estar atento a la partitura que la vida va ejerciendo sobre nosotros para recuperar del silencio esas voces que nos acompañan. Es por eso que El submarinista calcinado de Rodrigo Guajardo se nos presenta como un abrir las ventanas a la calle para mirar la ciudad que pasa, exigiendo de nosotros la atención precisa para hacer que el poema sea visible no solo por su imagen, sino también por su ritmo. La poesía de Guajardo nos invita a presenciar lo poético de un automotor frente a las luces blancas de una estación que son, por momentos, también un quirófano, una luz neón como una promesa que nos regresa de la muerte y un Apolo que nos hace ser conscientes de la forma en que las calles contienen todo lo que sentimos. Estamos ante un poeta que busca aquello que es percibido más allá del ojo humano, interpretando el zumbido que hacen los cables de alta tensión. Una poesía de paisajes industriales, mecanizados, cargados de una melancolía electrónica, de suspensión de las palabras, donde el lenguaje se entrecorta como pequeños abismos, donde el ritmo nos hace detenernos para preguntarnos quiénes somos ante el pulso de nuestro padre cuando era Dios, y nos responde que debemos aprender a tantear los pasillos que dan al voladero, así como a dosificar la electrónica con el hambre y su final.

Lázaro Izael