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Reseña

En noviembre de 1911, Francisco I. Madero asumió la presidencia de México. Nadie dudó
del carácter extraordinario de ese suceso que puso fin al largo monopolio político de
Porfirio Díaz y generó enormes esperanzas de cambio en un país caracterizado por una
profunda desigualdad y problemas sociales agudos. Pese a las expectativas y a que fue un
verdadero parteaguas en la vida pública del país, la elección de Madero no llevó (como
muchos querían) a la remoción expedita de la vieja elite porfirista ni fue suficiente (como
otros lamentaban) para contener el ímpetu de los grupos rebeldes que antes se habían
aliado con el maderismo.
El desenlace del gobierno del coahuilense, en febrero de 1913, fue tan trágico como
trascendente. Como es sabido, su asesinato marcó el punto de partida de un nuevo
conflicto armado, mucho más cruento y decisivo. Quebrantado el orden institucional por
el golpe de Victoriano Huerta y ya sin Madero, los desacuerdos y contradicciones que
habían desatado la Revolución en primera instancia encontraron un cauce renovado y
habrían de dirimirse en el campo de batalla. La muerte de Madero desencadenó así la
disputa en la que al fin habría de jugarse la suerte del régimen. Sin proponérselo, Huerta y
sus aliados removieron el único dique que a duras penas contenía a las fuerzas políticas y
sociales que habían causado la derrota dde Díaz y que también amenazaban con liquidar
por entero el viejo orden.5

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