El paso del fuego
Hay gente con aura. Tengo la suerte o la fortuna, mejor esto último, de conocer a alguna de esa gente, entre la cual David, de apellido Aguilar, nombre sencillo pero armonioso y, si uno le busca, cargado de símbolos, dos si se quiere: apolíneo uno; el otro, alto.
Nombre es destino, ya se sabe. Predestinación. Aquí dejamos esto para pasar a lo siguiente: la poesía, el arte del verso, es un ejercicio adivinato- rio, oracular. A ella acude el escribiente en busca de su ser, siempre metafórico; en busca de su verdad, siempre elusiva, siempre acariciable.
No siempre: fuego, no menos ilumina que quema. Toda verdad ilumi- na, toda verdad, o eso creemos, quema, pero quema lo que quemado debe ser. Desde su pecho en llamas, en palabras que se sueñan fuego, va David Aguilar –es un descenso– a la procura de sí, vuelo y hondura, con decisión que abrasa (rayo, parpadeo) pisando quemaduras, ardimien- tos, en su voz –que es camino– ahora piromántica.
Ricardo Yáñez