Subibaja
Aleph es la primera letra del alfabeto hebreo, beth es la segunda, al juntarlas formarán la palabra “padre”. Padre y lenguaje parecieran tener una consonancia que las hace converger en una misma morfología. En la figura del padre casi tan metonímico como el aleph, se cultiva la fuerza de una raíz que planta la obra de nuestro autor en distintas tierras, secas y fértiles, donde florece la lengua y su pérdida, la hermana y su pérdida, el padre y su pérdida, la madre y su pérdida, la respuesta y su eterno replanteamiento. Se vuelva a plantar y regresa a las semillas. Allí encontramos al deambulante. Lleva la camisa rasgada por el luto del padre, vemos al niño que no tiene camisa que rasgar por la pérdida de una hermana, menor incluso a esos cinco años del pequeño que la ve morir. Allí encontramos espejos que enfocan y detallan lo que, a simple vista, no se ve. Esos espejos también son los instrumentos de su extensa y reconocida labor como crítico de poesía latinoamericana.
Estamos ante un escritor cuya personalidad se sabe reír a carcajadas frente al caos o frente a la propia locura. Esa condición corrosiva que va de la risa a la tragedia constituye una marca distintiva de su temperamento literario. No en vano decidió llamarle con el juego de los niños, subibaja, a esta antología sonora. Subibaja alude a las distintas perspectivas. Si se está abajo o si se está arriba. Y más aún: siempre se sabe que el lugar es temporal y que nadie permanece fijo en un punto. El subibaja es, respecto a Sefamí, la danza aérea que metaforiza el paso de la risa al dolor y que nos enraiza a la tierra y nos lanza siempre hacia otra parte.