Memorias del subsuelo
Tal como puede confirmar cualquiera que la haya leído, Memorias del subsuelo (1864) es una novelita impresionante pero considerablemente anómala, y estas dos cualidades tienen que ver con el hecho de que el libro resulta al mismo tiempo universal y particular. La "enfermedad" que su
protagonista se ha diagnosticado a sí mismo una mezcla de ostentosidad y autodesprecio, de furia y cobardía, de fervor ideológico y de incapacidad cohibida para actuar basándose en sus convicciones- lo convierte en una figura universal en la que todos podemos ver partes de nosotros
mismos, la misma clase de personaje literario que no envejece nunca, como Ayax o Hamlet. Esta y otras tantas criaturas concebidas por Fiodor Mijailovich Dostoievski están vivas no porque sean simples tipos o facetas de seres humanos habilidosamente retratados, sino porque, al actuar en el
seno de tramas verosímiles y moralmente atractivas, dramatizan las partes más profundas de todos los humanos, las partes más sumidas en conflictos, más graves: esas partes en las que hay más en juego.
Tal vez ningún otro libro en la literatura mundial ponga de manifiesto como Memorias del subsuelo la forma en que el individuo se escinde y se multiplica en una pluralidad psíquica, cómo cada uno es un extraño para sí mismo. En una escena famosa, Tolstoi, el otro sol de la literatura rusa, cuenta la duermevela de un personaje mientras ve un conjunto de gotas de agua, en dolorosa lucha recíproca, componerse en la armonía superior que las engloba y trasciende. Pues bien, Memorias del subsuelo y su Hombre del subsuelo expresan el convulso dolor de cada una de esas gotas, que
no se supera y no se alivia ni siquiera bajo la promesa de la unidad.