Troja de cuentos y relatos
Mi encuentro con la comunicación escrita se puede decir que se dio en dos grandes momentos muy concretos: el primero fue cuando empecé a observar a Chumanuel, mi hermano mayor, cuando ante el dictado de mi mamá, escribía en un papel del almanaque la lista de dos o tres cosas que había que traer del tanichi de mi tío Andrés, que en un pedazo de cartón anotaba su costo para el momento de la raya o la cosecha, hacer el cobro (lo que también fue para mí encontrarme con la aritmética). El segundo y definitivo y que marcara para siempre mi vida, sería con la maestra Lola, quien además de sus servicios de enfermera, se hacía cargo del Kínder que funcionaba en el Salón Bienestar del pueblo; sus interminables planas de las vocales y consonantes de nuestro abecedario, me iniciaron, así de pronto, en el apasionante mundo de la lectoescritura.
Ajeno estaba en aquellos momentos cuando me matricularon por primera vez en la “Francisco I. Madero”, que con la maestra Lola no terminaba la cosa, sino que ahí empezaba. De entonces en adelante empecé a disfrutar mis libros desde el instante mismo en que nos hablaban a aquel viejo salón que servía como bodega para entregárnoslos a todo el leperío, y era desde disfrutar su olor a nuevos, hasta forrarlos con la envoltura del paquete donde venían los diez kilos de Minsa que Genoveva y Miguel compraban en la Conasupo recién abierta del pueblo, y que todo costaba un peso, para terminar amarrados con el ixtle que la hacía de portalibros.
Arturo Ramos Jacquez